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Pollock y Warhol frente al espejo americano en el Museo Thyssen Bornemisza

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América como laboratorio del arte moderno

Hubo un momento en el siglo XX en que el arte norteamericano dejó de mirar a Europa. Fue un desplazamiento silencioso pero irreversible: los ecos de París, el cubismo, el surrealismo y las vanguardias que habían moldeado la sensibilidad moderna se apagaban lentamente, mientras una ciudad en expansión –Nueva York– emergía como el nuevo epicentro de la creación.

La Segunda Guerra Mundial había arrasado con la vieja idea de civilización. En Estados Unidos, sin embargo, la posguerra trajo un tipo distinto de esplendor: el optimismo tecnológico, el brillo de la publicidad, los símbolos del consumo. Entre el humo de los rascacielos y las luces de neón, el arte empezó a hacerse eco de un país que creía en sí mismo, pero también en su propio vértigo.

De ese paisaje nacieron dos mitologías opuestas y complementarias: Jackson Pollock, el pintor que convirtió el gesto en destino, y Andy Warhol, el artista que hizo de la superficie un espejo. Uno encarnó la interioridad y el impulso primitivo; el otro, la máscara y el artificio. Ambos, sin proponérselo, definieron las coordenadas de lo que sería el arte estadounidense en la segunda mitad del siglo.

El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid propone ahora un diálogo entre estos dos polos en Warhol, Pollock y otros espacios americanos, una muestra comisariada por Estrella de Diego que podrá visitarse del 21 de octubre de 2025 al 25 de enero de 2026. Una exposición que no busca oponerlos, sino entenderlos como reflejos de una misma pregunta: ¿qué queda del yo en la era moderna?, ¿qué espacio puede ocupar la pintura cuando todo ha sido dicho, o reproducido?


Pollock: el gesto absoluto

Nacido en Wyoming en 1912, Jackson Pollock parecía venir del paisaje mismo. Su pintura –visceral, física, incontrolable– se gestó a partir de una tensión: entre el orden y el caos, la materia y el espíritu. Formado con Thomas Hart Benton, atravesó el surrealismo, la mitología y el automatismo psíquico hasta encontrar, casi por accidente, su lenguaje: el dripping, la pintura que gotea, que cae, que no se pinta sino que sucede.

En 1947, Pollock comienza a trabajar sobre lienzos extendidos en el suelo, en su taller de Long Island. El cuerpo se vuelve herramienta, el espacio se abre, la gravedad se convierte en cómplice. Ya no hay arriba ni abajo, ni centro ni borde: hay un campo de energía donde la pintura registra los movimientos del artista.

Lo que parece azar tiene una estructura secreta, una música interior. Cada línea, cada gota, es una afirmación de existencia. El acto de pintar se vuelve ritual, casi chamánico, un intento de atrapar el tiempo. Pollock no buscaba representar nada: quería que la pintura fuera ella misma, sin mediaciones.

El precio de ese descubrimiento fue su propio agotamiento. En el verano de 1956, a los 44 años, Pollock muere en un accidente de coche, en una carretera de Long Island. La tragedia selló el mito del artista maldito y dejó suspendida su última pregunta: ¿qué ocurre cuando el arte se confunde con la vida?


Warhol: la superficie infinita

Andy Warhol nació en Pittsburgh en 1928, hijo de inmigrantes eslovacos. Creció entre los anuncios publicitarios, las latas de sopa Campbell y los rostros de las estrellas de Hollywood. Donde Pollock buscaba el alma, Warhol encontró el reflejo: el deseo y su repetición.

Su formación como diseñador comercial marcó su mirada. Comprendió antes que nadie que el arte podía ser industria, que la imagen podía multiplicarse, y que la copia tenía tanto poder como el original. Su estudio, The Factory, se convirtió en una máquina de producción estética y social. Allí, entre luces de neón, aluminio y celebridades, el arte se volvió espectáculo.

Warhol parecía frío, distante, impasible. Pero debajo de esa superficie metálica había una sensibilidad aguda y melancólica. Su serie de choques de automóviles, las Sillas eléctricas, los retratos de Marilyn o las Sombras revelan una fascinación por la muerte y la repetición, una meditación sobre la fragilidad de la existencia.

Su obsesión por Pollock fue conocida: intentó comprar una obra suya sin éxito, y en cierto modo, toda su carrera puede leerse como un diálogo invertido con aquel otro mito. Si Pollock había liberado el gesto, Warhol lo neutralizó. Si Pollock pintaba con el cuerpo, Warhol dejó que la máquina hiciera el trazo. Si uno buscaba la autenticidad, el otro abrazó la copia como una nueva forma de verdad.

Y, sin embargo, ambos compartían un impulso común: la búsqueda de un lenguaje que reflejara su tiempo. Uno lo encontró en el ritmo interior del movimiento; el otro, en el ruido exterior de la sociedad.


Entre el dripping y la serigrafía: el espacio compartido

A primera vista, Pollock y Warhol habitan extremos irreconciliables. Pero el Thyssen propone una mirada distinta: ambos desmantelaron la noción tradicional de espacio pictórico.

Pollock disolvió la distancia entre figura y fondo. En sus lienzos, la pintura no ilustra: respira, se expande, ocupa el aire. No hay jerarquía, solo una danza de impulsos. Warhol, en cambio, aplanó la profundidad hasta dejar solo la superficie. Sus imágenes son ventanas sin afuera: todo ocurre en el plano, donde el color sustituye al volumen y el brillo al sentido.

En los dos casos, el espacio deja de ser representación para convertirse en experiencia. Pollock explora la materia desde adentro; Warhol, desde afuera. Ambos se enfrentan al mismo vacío, pero con estrategias opuestas: el primero lo llena con energía, el segundo lo vacía de emoción.

La exposición del Thyssen invita a ver esos gestos como reflejos de una misma conciencia histórica. La repetición –ya sea el trazo obsesivo de Pollock o la serie mecánica de Warhol– funciona como un acto de camuflaje. En un siglo de guerras, consumo y sobreexposición, ambos artistas se escondieron detrás de sus procedimientos: el desborde o la distancia como formas de protección.


Nueva York, la gran escena

A mediados del siglo XX, Nueva York ya era el centro del mundo. Las galerías de la calle 57, los lofts del Soho, los cafés de Greenwich Village se convirtieron en laboratorios de ideas. La CIA y las revistas ilustradas promovían el arte abstracto como símbolo de libertad frente al realismo soviético. En ese clima, el expresionismo abstracto de Pollock, Rothko o De Kooning se volvió la nueva épica americana.

Warhol llegó una década después, cuando el mito del héroe solitario ya comenzaba a resquebrajarse. Su arte fue una respuesta irónica al culto del genio. Donde Pollock se manchaba las manos, Warhol se cubría con guantes plateados. Donde el primero pintaba con angustia, el segundo observaba con indiferencia.

Y sin embargo, la ciudad los contenía a ambos. Nueva York era la verdadera obra: una máquina de imágenes, de gestos, de voces. En esa Babel moderna, la pintura se volvió espejo del ruido. Pollock lo transformó en gesto puro; Warhol, en repetición infinita.


El eco contemporáneo

Hoy, en pleno siglo XXI, la distancia entre Pollock y Warhol parece haberse reducido. Vivimos en un tiempo que mezcla introspección y espectáculo, donde el yo se derrama en pantallas y el arte oscila entre lo íntimo y lo viral.

En ese sentido, ambos artistas siguen dialogando con nosotros. Pollock anticipó la idea del cuerpo como interfaz, del movimiento como lenguaje. Su pintura puede leerse hoy como una forma primitiva de performance. Warhol, por su parte, previó la cultura de la reproducción infinita, del selfie, del algoritmo que convierte la imagen en dato.

La muestra del Thyssen no solo los enfrenta: los reencuentra en un territorio común. Las obras de Rauschenberg, Twombly, Lee Krasner, Rothko o Frankenthaler completan el mapa de ese tiempo donde el espacio pictórico se volvió una pregunta. Cada artista, desde su voz, abordó la tensión entre interioridad y superficie, emoción y artificio.

Ambos, Pollock y Warhol, comprendieron algo esencial: que la pintura –como la vida– es una superficie donde todo ocurre y se disuelve.


El encuentro en el Thyssen: una lectura necesaria

Caminar por las salas del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza en esta exposición es asistir a una conversación suspendida en el tiempo.
Las obras de Pollock parecen aún moverse, como si el gesto siguiera expandiéndose más allá del lienzo. Las de Warhol, en cambio, permanecen inmóviles, brillantes, espectrales. Entre ambas, el visitante descubre que el silencio del museo contiene el eco de una misma pregunta: ¿qué es lo real en la era de la imagen?

La curaduría de Estrella de Diego evita los lugares comunes. No se trata de contraponer el drama y el pop, sino de rastrear los pliegues que los unen: la obsesión por el espacio, la repetición, la serialidad como forma de autobiografía.
El catálogo –con textos de De Diego y Patrick Moore, y una conversación entre Guillermo Kuitca y Guillermo Solana– amplía este diálogo entre continentes, generaciones y formas de mirar.

Al salir de la exposición, uno siente que Pollock y Warhol no fueron tan distintos. Ambos hicieron de su obra un espejo de su tiempo, y de sí mismos una ficción necesaria. Uno se disolvió en su pintura; el otro, en su imagen. Ambos, sin saberlo, construyeron el mapa de una América interior, donde la emoción y la superficie se confunden como reflejos del mismo abismo.


conclusión

Quizás, lo que nos enseña esta exposición no es una lección de historia del arte, sino una forma de mirar. En una época saturada de estímulos, donde todo se repite y se archiva, volver a observar –simplemente observar– se convierte en un acto de resistencia.

Warhol, Pollock y otros espacios americanos no propone certezas, sino la posibilidad de volver a detenerse frente a una obra y sentir. Tal vez el gesto más radical hoy sea ese: recuperar el tiempo de la mirada.


🖋️ Por Marcelo Rozemblum – ArtePunta
📍 Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid
📅 21 de octubre de 2025 – 25 de enero de 2026